Javier
Moreno - En la décima novela dentro de la séptima
jornada del Decamerón, famosa
compilación de jocosos relatos medievales de Giovanni Boccaccio, se cuentan las
peripecias de Tingocio y Meúcio. Tingocio y Meúcio, sieneses, eran amigos
íntimos. Acudían juntos a los sermones de la iglesia y quedaban impresionados
particularmente cuando el cura les pintaba con vivos colores la desgraciada
suerte de los descuidados pecadores que eran sorprendidos por la muerte en su
estado de pecado. Llegaron a hacerse mutuamente la promesa de que el primero
que fuera al otro mundo volvería a informar al otro de cómo se estaba allí. El
caso es que Tingocio estaba, como hoy diríamos, enrollado con una mujer de
nombre doña Mita. La tal doña Mita era su “comadre”, es decir, madre del niño a
quien Tingocio había apadrinado. Y Meúcio, aunque no quería revelárselo a su
amigo, también estaba encaprichado con la misma doña Mita.
Tingocio murió “despellejado” de tanto acostarse con doña Mita -
víctima al parecer de su propio exceso - y a los pocos días, fiel a lo
acordado, se apareció a su amigo mientras éste estaba descansando en su catre
por la noche. Meúcio, movido por la curiosidad, le preguntó qué pena
correspondía a cada uno de los posibles pecados. Tingocio le fue informando y
le pidió además que le hiciera el favor de mandar misas por él, pues aunque no
estaba en el infierno sí le acuciaban penas gravísimas. Ya se iba a marchar cuando
Meúcio le llamó y le dijo: Ahora que me acuerdo, por la comadre con la que te
acostabas acá, ¿qué pena te han dado allá?
Tingocio le confesó entonces que había pasado bastante miedo cuando se
encontraba esperando que se le aplicara el castigo y cavilaba sobre lo que le
correspondería por aquello. Pues había allí uno que parecía saberse de memoria
todos los pecados de cada uno de los desgraciados (¿San Pedro, tal vez?). Un
compañero de purgatorio que era más experimentado le preguntó por qué temblaba.
Y Tingocio le dijo que temía un terrible castigo por haberse acostado con su
comadre. El compañero se rió y lo tranquilizó diciendo: Anda, tonto, no temas,
que aquí no se lleva ninguna cuenta de las comadres.
Cuando el día se acercaba, Tingocio tuvo que marcharse de la habitación
de su amigo, pues lo reclamaban en el otro mundo para seguir cumpliendo su pena.
Y Meúcio, iluminado ahora por esta
revelación de ultratumba, comenzó a lamentarse para sus adentros por todas las
comadres a las que había dejado escapar. En la versión cinematográfica del Decamerón de Pier Paolo Pasolini, a Meúcio
le falta tiempo para acercarse a la casa de doña Mita. Antes de que amanezca
sale corriendo de su casa en dirección a la de ella, mientras la va llamando por
las calles a grito pelado: “¡Comadre, comadre!” Ella ya le estaba esperando en
su alcoba...
Más allá de la hilaridad que este relato puede producir, es sintomático
de una mentalidad que ha dominado a muchas generaciones de cristianos poco ilustrados: concebir y vivir la religión como
una amenaza de castigo sobre todo aquello que precisamente más nos atrae,
buscando siempre sacar el máximo partido de esta vida y utilizando a la vez
triquiñuelas para conseguir evitar dicho castigo ultraterreno. Tomando como
ejemplo caricaturesco el de los dos amigos sieneses, la primera pregunta es:
¿dónde quedan los valores humanos? Habría que empezar por aquí. Con relación al
tema de la sexualidad, conviene resaltar su valor intrínseco como dimensión
humana. El sexo no es algo sucio, aunque inevitable, cuyo ejercicio haya que
justificar por otros valores superiores o no superiores. El sexo es una
dimensión fundamental de la persona, junto con el altruismo o la creatividad,
por ejemplo. Analizando esta capacidad humana, nos hacemos cargo de que se
trata de una fuerte tendencia biológica y psicológica que muchas veces se
presenta con la impetuosidad de un arrastre. Por otro lado, esa fuerza nos
conduce al encuentro con otras personas. De estos datos antropológicos se
pueden colegir los valores que deben regir el ejercicio de la sexualidad,
partiendo del principio fundamental de la afirmación de la persona en su
complejidad psicosomática (con un lenguaje más tradicional diríamos ‘con su
alma y su cuerpo’).
Los dos valores que se deducen de esta visión integral de la persona
son el “autodominio” y la “donación”. Ambos dependen de esa afirmación radical
de la persona. Porque me afirmo a mí mismo quiero mantener el máximo control y
unificación de mis impulsos. Esto es lo que tradicionalmente, desde Platón y
Aristóteles, se ha llamado “templanza”. Hay que advertir que templanza no es
represión, lo que supone negar la tendencia o avergonzarse de ella. Templanza
indica moderar y dar una dirección a lo que de por sí conduciría a la persona a
la absorción y a la dispersión. Más aún, el ejercicio de la templanza encierra
incluso una utilización consciente, inteligente, de la misma tendencia para el
propio fin de la unificación de la persona. En segundo lugar, porque afirmo a
los demás los respeto en su forma de ser, en su peculiaridad, y quiero
estimularlos para que sean más lo que ya son y aun más que lo que son. Aquí
está el valor de la donación, cuando quiero favorecer al otro, y en ningún caso
instrumentalizarle.
El placer no es malo y ni siquiera puede decirse que sea neutro, como
si sólo se justificara en cuanto que va unido a otros bienes. El placer es
bueno en sí mismo. Otra asunto es que se trate sólo de un bien sensible (que por
tanto no podríamos aislar del bien integral de la persona) y que puede sin duda
producir una obcecación. Pero esto vale de cualquier índole de placer. También
podría uno obcecarse al dedicar una atención excesiva, pongamos por caso, a la
música clásica. En ese caso uno se convertiría en un “melómano” y cualquier
“manía” es mala. El placer de uno mismo es bueno. El placer compartido –darse
mutuamente placer– es aún mejor. Y aún mejor es llegar a un compromiso firme
con otra persona. El proceso, expresado de otra manera, sería: 1.buscar el
propio placer, 2.buscar el placer del otro, 3.buscar el bien del otro en todos
los órdenes. Este proceso es inclusivo: quiero decir que la vivencia de una
etapa no anula la vivencia de las anteriores, que más bien se integran o
superan. Una actitud que no se aviene con ese ‘buscar el bien del otro en todos
los órdenes’ es el sentimiento de posesión y cualquier acción que signifique
tal posesión. Y no digamos la violencia física… Éste sí que es el mal del que
hay que huir, el que aleja de Dios.
Y, por cierto, lo que Dios promueve con su Gracia es precisamente la
unificación de las personas, la de cada uno consigo mismo, y la de unos con
otros para crear comunidades libres –nada de posesión, insisto–. Porque la
Gracia no destruye la naturaleza sino que la lleva a su plenitud. Por eso que
en la misma naturaleza encontramos ya, por decirlo así, las mismas pistas de la
Gracia, que sólo tendríamos que seguir, amplificar y profundizar para hacerlas
cauce del encuentro con Dios. En otros términos, expresado de modo inverso, que
en lo humano se encuentran ya las huellas de Dios. Y la continuidad entre lo
humano y lo divino está garantizada por la Encarnación del Hijo de Dios…
Con todo esto que decimos tampoco queremos ofrecer una imagen
excesivamente edulcorada u optimista de la naturaleza humana. Hay que reconocer
que la “castidad”, que es la templanza en el campo de la sexualidad, cuesta.
Pero el mismo triunfo de Cristo, que pasó antes por el sufrimiento y la muerte,
nos hace posible a nosotros vencer, elevando y unificando cada vez más nuestra
vida. Todo esto es lo que tendrían que haber comprendido nuestros amigos
Tingocio y Meúcio…
En ellos dominaba la pasión, no sólo la pasión sexual sino también el
miedo al castigo, pues el miedo es otra pasión humana. Concebían el castigo de
un modo extrínseco, es decir, como la venganza de un juez que les vigila y que
tal vez hasta tiene interés en pillarles en falta. No eran conscientes de la
entidad de sus propios actos, de la
relación de esos actos con unos valores y de las consecuencias de esos
actos en sí. Esto es de lo que trata la ética. No tenían ningún ideal de
perfeccionamiento o de santidad. La santidad humana que es por cierto el
perfeccionamiento humano en cuanto que nos une con el ‘Dios santo’, elevado por
encima de todo lo creado por Él mismo.
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