domingo, 20 de enero de 2013

Tingocio y Meúcio

Javier Moreno  -  En la décima novela dentro de la séptima jornada del Decamerón, famosa compilación de jocosos relatos medievales de Giovanni Boccaccio, se cuentan las peripecias de Tingocio y Meúcio. Tingocio y Meúcio, sieneses, eran amigos íntimos. Acudían juntos a los sermones de la iglesia y quedaban impresionados particularmente cuando el cura les pintaba con vivos colores la desgraciada suerte de los descuidados pecadores que eran sorprendidos por la muerte en su estado de pecado. Llegaron a hacerse mutuamente la promesa de que el primero que fuera al otro mundo volvería a informar al otro de cómo se estaba allí. El caso es que Tingocio estaba, como hoy diríamos, enrollado con una mujer de nombre doña Mita. La tal doña Mita era su “comadre”, es decir, madre del niño a quien Tingocio había apadrinado. Y Meúcio, aunque no quería revelárselo a su amigo, también estaba encaprichado con la misma doña Mita.

Tingocio murió “despellejado” de tanto acostarse con doña Mita - víctima al parecer de su propio exceso - y a los pocos días, fiel a lo acordado, se apareció a su amigo mientras éste estaba descansando en su catre por la noche. Meúcio, movido por la curiosidad, le preguntó qué pena correspondía a cada uno de los posibles pecados. Tingocio le fue informando y le pidió además que le hiciera el favor de mandar misas por él, pues aunque no estaba en el infierno sí le acuciaban penas gravísimas. Ya se iba a marchar cuando Meúcio le llamó y le dijo: Ahora que me acuerdo, por la comadre con la que te acostabas acá, ¿qué pena te han dado allá?
Tingocio le confesó entonces que había pasado bastante miedo cuando se encontraba esperando que se le aplicara el castigo y cavilaba sobre lo que le correspondería por aquello. Pues había allí uno que parecía saberse de memoria todos los pecados de cada uno de los desgraciados (¿San Pedro, tal vez?). Un compañero de purgatorio que era más experimentado le preguntó por qué temblaba. Y Tingocio le dijo que temía un terrible castigo por haberse acostado con su comadre. El compañero se rió y lo tranquilizó diciendo: Anda, tonto, no temas, que aquí no se lleva ninguna cuenta de las comadres.

Cuando el día se acercaba, Tingocio tuvo que marcharse de la habitación de su amigo, pues lo reclamaban en el otro mundo para seguir cumpliendo su pena. Y Meúcio,  iluminado ahora por esta revelación de ultratumba, comenzó a lamentarse para sus adentros por todas las comadres a las que había dejado escapar. En la versión cinematográfica del Decamerón de Pier Paolo Pasolini, a Meúcio le falta tiempo para acercarse a la casa de doña Mita. Antes de que amanezca sale corriendo de su casa en dirección a la de ella, mientras la va llamando por las calles a grito pelado: “¡Comadre, comadre!” Ella ya le estaba esperando en su alcoba...

Más allá de la hilaridad que este relato puede producir, es sintomático de una mentalidad que ha dominado a muchas generaciones de cristianos poco  ilustrados: concebir y vivir la religión como una amenaza de castigo sobre todo aquello que precisamente más nos atrae, buscando siempre sacar el máximo partido de esta vida y utilizando a la vez triquiñuelas para conseguir evitar dicho castigo ultraterreno. Tomando como ejemplo caricaturesco el de los dos amigos sieneses, la primera pregunta es: ¿dónde quedan los valores humanos? Habría que empezar por aquí. Con relación al tema de la sexualidad, conviene resaltar su valor intrínseco como dimensión humana. El sexo no es algo sucio, aunque inevitable, cuyo ejercicio haya que justificar por otros valores superiores o no superiores. El sexo es una dimensión fundamental de la persona, junto con el altruismo o la creatividad, por ejemplo. Analizando esta capacidad humana, nos hacemos cargo de que se trata de una fuerte tendencia biológica y psicológica que muchas veces se presenta con la impetuosidad de un arrastre. Por otro lado, esa fuerza nos conduce al encuentro con otras personas. De estos datos antropológicos se pueden colegir los valores que deben regir el ejercicio de la sexualidad, partiendo del principio fundamental de la afirmación de la persona en su complejidad psicosomática (con un lenguaje más tradicional diríamos ‘con su alma y su cuerpo’).

Los dos valores que se deducen de esta visión integral de la persona son el “autodominio” y la “donación”. Ambos dependen de esa afirmación radical de la persona. Porque me afirmo a mí mismo quiero mantener el máximo control y unificación de mis impulsos. Esto es lo que tradicionalmente, desde Platón y Aristóteles, se ha llamado “templanza”. Hay que advertir que templanza no es represión, lo que supone negar la tendencia o avergonzarse de ella. Templanza indica moderar y dar una dirección a lo que de por sí conduciría a la persona a la absorción y a la dispersión. Más aún, el ejercicio de la templanza encierra incluso una utilización consciente, inteligente, de la misma tendencia para el propio fin de la unificación de la persona. En segundo lugar, porque afirmo a los demás los respeto en su forma de ser, en su peculiaridad, y quiero estimularlos para que sean más lo que ya son y aun más que lo que son. Aquí está el valor de la donación, cuando quiero favorecer al otro, y en ningún caso instrumentalizarle.
El placer no es malo y ni siquiera puede decirse que sea neutro, como si sólo se justificara en cuanto que va unido a otros bienes. El placer es bueno en sí mismo. Otra asunto es que se trate sólo de un bien sensible (que por tanto no podríamos aislar del bien integral de la persona) y que puede sin duda producir una obcecación. Pero esto vale de cualquier índole de placer. También podría uno obcecarse al dedicar una atención excesiva, pongamos por caso, a la música clásica. En ese caso uno se convertiría en un “melómano” y cualquier “manía” es mala. El placer de uno mismo es bueno. El placer compartido –darse mutuamente placer– es aún mejor. Y aún mejor es llegar a un compromiso firme con otra persona. El proceso, expresado de otra manera, sería: 1.buscar el propio placer, 2.buscar el placer del otro, 3.buscar el bien del otro en todos los órdenes. Este proceso es inclusivo: quiero decir que la vivencia de una etapa no anula la vivencia de las anteriores, que más bien se integran o superan. Una actitud que no se aviene con ese ‘buscar el bien del otro en todos los órdenes’ es el sentimiento de posesión y cualquier acción que signifique tal posesión. Y no digamos la violencia física… Éste sí que es el mal del que hay que huir, el que aleja de Dios.

Y, por cierto, lo que Dios promueve con su Gracia es precisamente la unificación de las personas, la de cada uno consigo mismo, y la de unos con otros para crear comunidades libres –nada de posesión, insisto–. Porque la Gracia no destruye la naturaleza sino que la lleva a su plenitud. Por eso que en la misma naturaleza encontramos ya, por decirlo así, las mismas pistas de la Gracia, que sólo tendríamos que seguir, amplificar y profundizar para hacerlas cauce del encuentro con Dios. En otros términos, expresado de modo inverso, que en lo humano se encuentran ya las huellas de Dios. Y la continuidad entre lo humano y lo divino está garantizada por la Encarnación del Hijo de Dios…

Con todo esto que decimos tampoco queremos ofrecer una imagen excesivamente edulcorada u optimista de la naturaleza humana. Hay que reconocer que la “castidad”, que es la templanza en el campo de la sexualidad, cuesta. Pero el mismo triunfo de Cristo, que pasó antes por el sufrimiento y la muerte, nos hace posible a nosotros vencer, elevando y unificando cada vez más nuestra vida. Todo esto es lo que tendrían que haber comprendido nuestros amigos Tingocio y Meúcio…

En ellos dominaba la pasión, no sólo la pasión sexual sino también el miedo al castigo, pues el miedo es otra pasión humana. Concebían el castigo de un modo extrínseco, es decir, como la venganza de un juez que les vigila y que tal vez hasta tiene interés en pillarles en falta. No eran conscientes de la entidad de sus propios actos, de la  relación de esos actos con unos valores y de las consecuencias de esos actos en sí. Esto es de lo que trata la ética. No tenían ningún ideal de perfeccionamiento o de santidad. La santidad humana que es por cierto el perfeccionamiento humano en cuanto que nos une con el ‘Dios santo’, elevado por encima de todo lo creado por Él mismo.

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